Lo que ignoramos del Kremlin

Hasta el 18 de octubre de 1949, y salvando el trágico paréntesis de la guerra, mi vida se había desarrollado de una forma tranquila, sin grandes complicaciones ni problemas graves. Desde la terminación de la contienda trabajaba diaria y metódicamente en la cátedra de Psicotecnia de la Universidad de Nueva York. Un trabajo con el que estaba encariñado y al que tenía gran afición. Aquella mañana, como de costumbre, empujé la puerta de mi despacho a las ocho en punto. Nada en mi ánimo me hacía sospechar que iba a enfrentarme con una situación que cambiaría radicalmente el curso de mi existencia. Las dos butacas del despacho se hallaban ocupadas por otros tantos hombres, que fumaban tranquilamente en actitud de espera. Hice un gesto de sorpresa, pensando que se trataba de un error, y exclamé: —Buenos días, señores. ¿En qué puedo servirles?